LA MUERTE Y EL MÁS ALLÁ
El hecho de la muerte. Se
observa en la actualidad una tendencia a hermosear la figura del difunto ¿Y qué es morir? ¿Una simple cesación de todas las funciones vitales que determina un comienzo de descomposición de todo el cuerpo? Sí, pero la muerte es mucho más. Es un abocamiento al misterio más inquietante. ¿Se acaba todo cuando expiramos? ¿Nos hundimos en el no-ser, en cuyo caso es verdad que “la vida es sueño” y que no valía la pena haber nacido? ¿O hay algo más? Desde los tiempos más remotos, la mayoría de pueblos han tenido el convencimiento de que tras la muerte sobrevivimos de algún modo: supervivencia del alma separada del cuerpo (antiguos filósofos griegos), iniciación de un viaje del alma al destino final (egipcios y griegos). Muy difundida ha estado también la idea de la reencarnación en sucesivas vidas terrenas (budismo). El cristianismo, como veremos, ha introducido una concepción nueva de la muerte presentándola como tránsito a una vida nueva en un estado de felicidad o en uno de miseria, según se haya vivido antes. Frente a tal diversidad de opiniones, muchos optan por el agnosticismo, por el “no sé”. El humanista francés Rabelais, moribundo, hizo una declaración tan concisa como reveladora: “Me voy en busca de un gran quizás”. Pero, sea cual sea la idea que se tenga, la muerte siempre intranquiliza.
Reacciones ante la muerte. Varían
considerablemente. Hay quienes ni siquiera pueden oír hablar de ella; les
causa terror, y viven toda la vida atormentados por el temor a que les
sobrevenga en cualquier momento. Otros fingen indiferencia. Probablemente la actitud más común hoy en los países occidentales es la inspirada por el epicureísmo de antaño, equivalente al materialismo hedonista de hoy. Su doctrina pragmática se resume en dos frases: “Comamos y bebamos, que mañana moriremos”. Sólo preocupa el disfrutar, el pasárselo bien, teniendo el pensamiento tan ocupado en el presente que no queda lugar para ideas lúgubres relativas al futuro, sobre todo, la de la muerte. Es verdad que no todos los hedonistas son materialistas. Los hay que viven preocupados por -y ocupados en- cuestiones intelectuales en las que centran todo su interés. Sólo una minoría, a menudo menospreciada, da a su mundo interior una dimensión de trascendencia. ¿No serán éstos los verdaderamente sabios? El escritor catalán Joan Perucho, anciano y enfermo, manifestaba que el mundo actual para él “no tiene atractivo”, y que no le interesan ni el arte, ni las letras, y el periodismo y la literatura tampoco. “Ahora lo único que me interesa -dice- es la eternidad, lo que hay al otro lado del espejo y que sólo pueden ver los santos y lo poetas”. Alguien pensará que una declaración así no es de extrañar en un octogenario; pero la sabiduría de sus palabras es para todas las edades (nunca sabremos cuándo estamos cercanos a nuestro fin en la tierra). Antes de concluir nuestra reflexión sobre cómo reaccionar ante la muerte, un recuerdo: el del rico necio de la parábola. Su único valor y su afán, consistía exclusivamente en multiplicar sus bienes para poder disfrutar del mayor bienestar posible una vez retirado de su vida laboral. Pero cuando llegó este momento y manifestaba su ilusión: “Ahora, alma mía, descansa, come, bebe, diviértete”, Dios le dijo: “Necio, esta noche vienen a pedir tu alma” (Lc. 12:20).
El meollo de la muerte. En el caso del hombre la definición del biólogo, aun admitiendo su validez, no expresa toda la verdad. La Sagrada Escritura, testimonio de la revelación de Dios, pone al descubierto la faz negra de la muerte: el pecado. La primera pareja humana fue advertida de que el día que desobedeciera a Dios moriría (Gn. 2:17). El apóstol Pablo, divinamente inspirado, afirma que “la paga del pecado es muerte” (Ro. 6:23); y en otro texto manifiesta que “el aguijón de la muerte es el pecado” (1 Co. 15:56). No menos explícito es cuando presenta la clave del drama humano: “... el pecado entró en el mundo por medio de un hombre, y por medio del pecado la muerte”. Asimismo “la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Ro. 5:12). Esta relación entre pecado y muerte es lo que hace más temible la llegada de ésta; no sólo porque a la muerte le sigue el juicio (Heb. 9:27), sino porque aun antes de la muerte física, el ser humano, en su naturaleza caída, está “muerto en sus delitos y pecados” (Ef. 2:1), por lo que su vida física en la tierra está sometida a las tendencias de una personalidad egocéntrica que induce al mal. No es de extrañar que un hombre sensible clamara a Dios: “Señor, líbrame de ese hombre malo que soy yo”.
La liberación de la muerte. Afortunadamente
hubo quien llevó a efecto esa liberación.
¿Hay, pues, un más allá? Si
nos atenemos a la enseñanza bíblica, la respuesta es Sí. No todo concluye con
la muerte. Los evangelistas nos indican que la cruz y el sepulcro no fueron
el final de la vida de Jesús. Atestiguan fehacientemente que “al tercer día resucitó”, como resume el
Pero
no todos los seres humanos comparten esa visión. No pueden. Para los
El más allá en relación con el más acá. La relación existe. Lo que se halla al otro lado de la muerte es en cierto modo una prolongación de lo que ha sido la vida anterior. La persona que aquí ha vivido siempre en la indiferencia espiritual, de espaldas a Dios, sorda al mensaje de Cristo, no podría jamás gozarse en los deleites de la santidad, de la alabanza a Dios y del servicio a Cristo. Su condenación es su alejamiento definitivo de Dios, la oscuridad moral sin esperanza de nueva luz, la cosecha permanente de todas las consecuencias del pecado. La que en esta vida ha reconocido a Cristo como su Salvador y Señor, le ha servido y ha vivido conforme a las demandas éticas del Reino de Dios, verá su gozo incrementado al disfrutar de la presencia de su Salvador en la plenitud de su gloria, sin velos ni limitaciones. No podemos precisar con detalle en qué consistirá la condenación o cuáles serán los goces de la salvación, pero la Sagrada Escritura nos instruye suficientemente para querer evitar la primera y desear lo segundo. La dualidad de los destinos aparece bien ilustrada en la parábola del rico y Lázaro (Lc. 16:19-31). Su mensaje es suficientemente solemne para que nos lo tomemos en serio. Igualmente significativa es la parábola que ilustra el juicio final (Mt. 25:31-46). Las ovejas representan a las personas que han vivido en esta vida haciendo bien a manos llenas, ayudando, consolando, supliendo necesidades, prodigando por doquier amor (lo característico del cristiano consecuente con su fe); lo que han hecho lo han hecho por amor a Cristo. Los cabritos simbolizan a quienes han encerrado su existencia en una bolsa de negación (“No me disteis de comer”, “no me disteis de beber”, “no me recogisteis”, “no me vestisteis”, “no me visitasteis”). A los primeros les dice que lo que han hecho en favor de los desvalidos ha trascendido a su divina persona: “A mí lo hicisteis”. Asimismo las negaciones de los insensibles al sufrimiento de su prójimo son una proyección del trato negativo que han dispensado a Jesucristo (“tampoco a mí me lo hicisteis”). Diferentes textos bíblicos destacan la conexión entre el antes y el después de la muerte. Lo esencial del “después” será fruto de lo hecho “antes” (2 Co. 5:10; Ro. 14:10). La salvación es gratuita. No nos la ganamos; nos es dada por pura gracia de Dios. Pero nuestra posición en el disfrute de la salvación dependerá de nuestra fidelidad o infidelidad aquí ahora. Podemos ser siervos fieles o siervos infieles. De ello depende que al final Cristo alabe o reproche nuestro servicio (Mt. 24:45-51). Una observación final: la creencia en la otra vida, nos ayuda a determinar nuestros valores y prioridades. Nos será útil para ello recordar al rico insensato al que ya nos hemos referido. Que la muerte sea una penetración en el reino de las tinieblas o que sea la entrada a una vida gloriosa depende de la actitud de cada uno ante Cristo. Quien cree en él y le sigue como discípulo obediente, lejos de arredrarse ante la muerte, sentirá el gozo de renovar su consagración a Aquel que es la resurrección y la vida, y dirá como el apóstol Pablo:
“Ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así, pues, sea que vivamos o que muramos del Señor somos. Cristo para esto murió, resucitó y volvió a vivir: para ser Señor así de los muertos como de los que viven”.
José M. Martínez pensamientocristiano.com
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"Mirad cuál amor nos ha dado el Padre,
Para que seamos llamados hijos de Dios"
1a Juan 3:1.
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